lunes, 3 de abril de 2017

Vida y Poesía








La conjunción de estos dos términos, Vida y Poesía, nos remite a un proyecto, a la fusión de dos cuestiones inconfundibles. También nos pone en la vía de búsqueda de cierta decencia, cierta virtud. En los grandes poetas se da como un proyecto ético, que se realiza sin preámbulos. Se realiza en los héroes de la política porque con ellos se atan y desatan las cuerdas que sostienen una Nación y son la guía de un Pueblo.  Hay generaciones que lo han intentado todo y es a uno de estos linajes a la que pertenece la vida y la obra de Pedro González.
Conocí a Don Pedro en su oficina de la Galería Buenos Aires apenas comenzado el siglo XXI. Ya el tiempo y la realización de la obra política de Pedro habían dejado de ser efectivas. Se dedicaba a la pedagogía, editaba Claves. En sus páginas reunía misceláneas históricas, escritos políticos, ensayos académicos, entrevistas a poetas y escritores del norte argentino, publicaba poesía, mucha poesía. Me ofreció colaborar. Me entregué con pasión a darle contenido al periódico.
Mientras Claves, sin proponérselo, se acercaba al centro de la gravedad literaria salteña, por peso propio más que por decisión de su editor, Pedro permitió que ejerciera un procedimiento expresivo en notas que llamé ensayos. Aquellos eran textos recargados de intuiciones, emplazados entre observaciones intempestivas y curiosas interpretaciones hiladas con cierto arte en la combinatoria y el disfraz de opiniones ajenas. Es decir, que a una improvisación descarada e irresponsable, él la hizo responsable y moderada. Entregué textos extraños en un estilo irreverente que Pedro no compartía pero alentaba, no tanto a la irreverencia como a que siguiera en la práctica de la escritura. Si con Claves tuvo algún plan en relación a mi escritura pienso que, serenamente, me condujo a que no cayera en la complacencia habitual del escritor de provincias.
Por más de quince años frecuenté su compañía. Escuché atento su conversación de doctrina. Su conocimiento de la Historia y la Poesía hacían del diálogo un sistema afable de ironías, erudición y corrosiva gravedad moral. En su mesa del Bar Tobías se daban cita en torno a su amable e inteligente conversación, intelectuales y políticos, yo concurría como invitado a esas tertulias, aquello fue un privilegio. Defender al peronismo de la mordacidad de los presentes era su especialidad, emocionarse con el recuerdo de unos versos de Martí o Lugones era la culminación de una digresión literaria de la que todos salíamos maravillados y mejorados. ¡Que la leyenda y la inconsistencia del periodismo nos preserven a Pedro de la exposición y de la injusticia de los medios! No creo oportuno la exaltación en metáforas sentimentales para hablar de Pedro González. No quiero faltar el respeto cosificándolo en la polvosa galería de personajes salteños, el ruinoso corredor que oculta bajo engañosos panegíricos el método de un intelectual y la acción de un militante político-cultural. Porque así es como yo lo vi. Así es como sentí la compañía de este hombre cuyo pensamiento no divagaba y que buscó provocar en el otro un acto y una idea útil.
Siempre me decía que estaba releyendo a Nietzsche. Yo le decía que releía a Joyce. Pedro tenía una forma muy interesante de leer a Joyce, leía en su prosa una forma de revertir la situación colonial en el lenguaje, un incierto humanismo y una formidable operación enciclopédica para conservar belleza. Me permitió publicar en su revista una traducción de Chamber Music y algún artículo sobre el ardid joyceano. Valoraba las palabras de Stephen al final del Retrato del artista adolescente: “Voy a forjar en la fragua de mi alma el espíritu increado de mi raza…con silencio, destierro y astucia…”. La juzgaba una fórmula posible para pensar la literatura. Nunca pude advertirle del fragmento de Engels sobre el porvenir revolucionario irlandés, que quizás descansaba en la vieja lengua campesina que parodia a Shakespeare con católica mansedumbre. Cuando encontré la cita, Pedro ya no aparecía por el bar.
¿La Odisea enmascarada tras una jornada intrascendente en Dublín, o una jornada intrascendente enmascarada como odisea? ¿Cuál preferimos, el Joyce lírico o el satírico?
Fue en Tobías donde conocí a Joaquín Giannuzzi. Don Pedro bebía su habitual fernet con soda que Daniel, al final de los años, le servía sin preguntar. Joaquín sorbía despaciosamente un Gancia, inmediatamente me pidió que no tuviera escrúpulos en la conversación. Aquellos encuentros fueron fabulosos. Las reuniones no podían ser más entretenidas, sólo se hablaba de Historia y Poesía. Un comentario al pasar, alguna observación pueril disparaba la charla. Joaquín reducía todo a literatura. Nos encontrábamos a media mañana en el bar del Hotel Regidor. Si la conversación estaba entretenida podíamos pasar a Tobías o continuar en algún restaurante. La agudeza y la memoria se expresaban con azarosa y elegante destreza. Joaquín citaba a Dante y al terminar decía no saber nada de italiano. Pedro, que tampoco conocía la lengua, corregía amorosamente. También citaban en francés. Compartían el cinismo porteño, la erudición y el peronismo. En esa mesa aprendí, finalmente, el trato que debe dispensarse al poeta. Pedro acompañó a Joaquín en las noches aciagas de la terapia intensiva. Se referían con sentida emoción a Libertad Demitrópulos.
Don Pedro fue seguidor de San Lorenzo, afición que nunca comprendí y atribuí a su cultura citadina. Había algo ahí en esa adhesión que era como una opción por los pobres, de mucho orgullo. Jorge Bergoglio, también la comparte. Es curioso que ambos personajes se conocieran en las visitas del cura a Salta. La llegada al papado del jesuita reconfortó a Don Pedro, de alguna manera supo que la conducción política del Pueblo de su Nación estaba garantizado. Fue testigo del ascenso y el posterior declive de Fidel Castro. Del retorno de Juan Domingo Perón. Celebró la llega del chavismo, de Evo y de Pepe Mujica al poder. Recomendaba releer la Carta de Jamaica, de Simón Bolívar. Cifraba el futuro en algunas claves literarias y políticas. Nunca pude saber si fue discípulo de Leonardo Castellani. La tradición en él se daba como algo puro, eso quiero decir.
La sensibilidad para la belleza y para percibir el dolor del pueblo lo afectaba desde joven. Todo parece indicar que en algún momento de su juventud fue alumno de abogacía y también de la facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Como jugador de ajedrez frecuentaba el Café Rex, el mismo del que fuera habitué Witold Gombrowicz. Se crió entre inmigrantes españoles. En la carestía se educó en el seno de una generación que luchó y guió a las multitudes. A veces, haciendo un alto en la conversación, y si tenía que subrayar una anécdota de sus tíos o unos versos castizos, decía, las virtudes son de la clase y los defectos del sistema. Había mucha picardía en su mirada a pesar de ser un hombre que comprendía muy bien la naturaleza del Poder. Había temas referidos a la suerte política de la Nación que trataba con reserva. Tenía un seudónimo para su columna de opinión dentro del periódico, Santiago Rebollero, quién en diciembre de 2001 anotaba cosas como estas: La Nación es un proyecto de vida en común, no una factoría para enriquecer a los menos. El trabajo va a ser difícil y no está garantizado por el éxito, pero es el único camino posible. “Creer, he allí toda la magia de la vida”, decía Raúl Scalabrini Ortíz, a quién no podemos dejar de invocar en esta dura hora de los argentinos."
Citaba a Luis Franco, hablaba de un puro nosotros.
No creo ser la persona indicada para hablar de la amistad de Pedro González con J. Armando Caro y Francisco Álvarez Leguizamón. Sólo puedo dar fe que la mesa del bar donde se sentaba Pedro, estaba presidida por los fantasmas de sus amigos. Muy rara vez, y hacia al atardecer, cuando el peso de los recuerdos y de la memoria literaria se diluía en vinos lentos, frases aisladas o simples asonancias o cuando ya el corazón se quedaba mudo, hastiado de versos, Pedro se lamentaba, decía, de lo único que me lamento en esta vida es no haber llegado a ser alguien tan bueno como Jacobo Regen.
El último autor del que hablamos fue César Aira. Creo que a Pedro le fascinó el humor y la inventiva, la prodigiosa habilidad para tejer historias y darle voz propia a sus personajes. No llegó a leer Bob Chow. Sin prejuicios, Don Pedro podía absorber y gozar de la buena literatura así la escribiera un autor ubicado en el otro extremo de sus ideas políticas. Por quién no sentía mucho aprecio era por Fogwill. Lo entiendo, a mí aún hoy me cuesta digerirlo. De los poetas tenía un panorama amplio y, si bien sus gustos eran por los de lengua castellana de siglos pasados, estaba al tanto y alentaba la lectura de los escritores contemporáneos. Admiraba a Cucurto y a Rubio, por ejemplo. Tenía aversión por los surrealistas, principalmente por Bretón. No me equivoco si digo que su última lectura intensa de autor fue Roberto Bolaño, tenía sus simpatías por la tropa de los visceralistas; leía en esa literatura el contraste violento de lo real sobre el ya bochornoso realismo mágico. Detrás de su pasión por la poesía se escondía un respeto por la lengua y el pasado. Creo que siempre tuvo preferencias por lo clásico. Veía con escepticismo el futuro, -¡quién no!- Confiaba en el amor por la lengua. Sin dudas Aira y Saer le resultaban más interesantes que Piglia. Entiendo que para Pedro, vanguardia siempre fue Roberto Arlt. La última artista que admiró en su Salta adoptiva fue a Lucrecia Martel por su impecable obra visual y exquisitamente sonora.
Conocía algunas anécdotas del Colorado Ramos en el exilio boliviano; cierta vez me recomendó un ensayo sobre la función del ají en la cocina andina escrito por Don Jorge Abelardo. Perseguido durante el Proceso, se reunió con jerarcas de la dictadura para pedir por la libertad de la ex presidenta. Conoció a John William Cooke y a su legendaria esposa, Alicia Eguren. Estuvo detenido por la causa que resultó de la caída del EGP en el monte oranense, la fracasada experiencia guerrillera no contó con su simpatía y se enfadó con el libro de Gabriel Rot que lo involucraba. Tengo para mí que la experiencia del EGP incluso en su negatividad y con el tiempo, habría que juzgarla como necesaria. Alguna vez me preguntó si me habían pintado los dedos, le dije la verdad, nunca. Desconfiaba de los periodistas salteños, tenía la sospecha de que algunos eran informantes, yo compartía y comparto esa inquietud. Fue asesor del exgobernador Hernán Cornejo. Se reunió con Perón varias veces. Estuvo en Puerta de Hierro. Trajo al país las famosas cintas que rodara Pino Solanas en sus entrevistas con el líder exiliado. Estaba en la Quinta de Olivos cuando falleció Perón.
Alguna vez Teuco Castilla me dijo que leyó poemas de Pedro González, que hasta donde sé, continúan inéditos. Me dijo que eran buenos. No tengo dudas que deben ser muy buenos. Sé que durante un tiempo fue deseo de Pedro que Gregorio Caro Figueroa escribiera una Historia Social de Salta, y pensó que quizás yo podía retomar la idea de escribir una Historia del Movimiento Obrero Salteño. Me pidió durante años una biografía del dirigente sindical y ex vicegobernador de la provincia, Olivio Ríos. No cumplí con su pedido. Compartíamos el mismo gusto por la literatura boliviana. Por él conocí a Franz Tamayo, y tuve la dicha de sorprenderlo con Jaime Sáenz. Decía que no había que entregar el legado de Sarmiento a los liberales; era, por supuesto, antimitrista. Admiró a Borges, se divertía con su antiperonismo, consideraba que la madre de Borges era la auténtica traductora de muchas obras que Borges firmó como propias.
El poeta nace cuando el sujeto da cuenta que la lengua y con ella las cosas humanas están en peligro y decide que sus versos vendrían a recomponer el sentido de la vida. Esa parece haber sido la prosodia heroica elegida por Pedro, y es lo que se sentía a su lado. Por él conocí una extraña traducción de Macbeth hecha por León Felipe. Y ahora que invoco la prosodia heroica y a Felipe, hacia el final de esta semblanza hecha de anécdotas y nombres propios que en larga metonimia se hilaron para comprensión de una vida, y que finalizaré con torpeza o tristeza, ya afectado por aquella misma vieja inquietud de saber si esta vida aquí reseñada, no es más que otro cuento contado por un idiota lleno de furia y estrépito.
publicado en el N° 247 de la revista CLAVES
Salta, marzo de 2017