lunes, 10 de diciembre de 2012

León Felipe en Salta o apuntes sobre la Libertad
























Cuando leo la biografía de un personaje famoso
me pregunto sorprendido:
Pero ¿a esto llama el autor la vida de un hombre?
¿Y así escribirán la mía cuando yo me haya ido?
(¡Como si alguien supiese, en realidad, algo de mi!)
¡Yo mismo sé tan poco de mi vida!
Sólo algunos destellos…
fugas inesperadas
que yo me afano en perseguir…”.  Walt Whitman

En un mundo gobernado por las apariencias el poeta puede tener gestos recios. Con absoluto dominio de sí y en pleno ejercicio de la poesía, el poeta puede reducir la realidad a un movimiento y afirmar con soberbia un recurso de la lengua para dar por concluida su creación. Como si todo fuera una cuestión de actuar para las expectativas ajenas. Así entendí a León Felipe, cuando leí sus poemas en libros que guardé en un estante hace años y que llamé “los americanos”, (Whitman, Neruda, Lorca, Felipe, Ginsberg, Castilla, Cardenal, Blas de Otero, Vallejo, Machado y Hernández). Entiendo que sus afirmaciones severas y en ocasiones, reiterativas, lucen por su improcedencia: “El día que los pueblos sean libres/la política será una canción”, sería el ejemplo más notorio de estas aseveraciones instintivas e inútiles. Estos versos puestos en el prólogo a su versión de El canto a mi mismo, han sido repetidos en los escenarios folclóricos y en las aulas como un principio de fe. La confianza depositada en la consigna hace que la misma resuene tan clara que haga inútil todo análisis. Recubre una complejidad que ubica a la política en el lugar del mal; se la repite con convicción, liberado del mal el hombre recobraría su estado de gracia natural. Aunque sabemos que carente de política el hombre apenas sobreviviría como un ilustre mamífero, aplaudimos el simpático lema. La imposible Libertad aflige al poeta cuando convierte el dolor de su ausencia en canto; enjuaga lágrimas, redime al Hombre. El poeta ejecuta acciones todas exageradamente espontáneas pero curiosamente necesarias.














Al publicano le toco hablar cuando ya toda España había hablado y cuando las cosas españolas humeaban todavía, calcinadas, por que también ellas habían hablado. Entonces la voz de Felipe tronó; se le llamó poeta prometeico y se lo escuchó en los barcos que regresaban a la América. En España dejó una insignia clavada en la lengua para dar batalla en la memoria. Su palabra se musitó como pan en la ansiedad de las bodegas.

¿Porque habéis dicho todos
que en España hay dos bandos,
si aquí no hay más que polvos?

Pero el lenguaje no puede abarcar esa instancia de desgarro, o sí, pero nunca será el propio dolor; en esos menesteres el poeta se expresará cantando: un artificio que se completa en el oído de sus lectores. Hay un pacto originario que sostiene todas estas imposturas entre el poeta y su público, asociados ambos por necesidades intercambiables. Sólo una confianza ciega en la existencia y en los sentidos del otro puede procurarle al lector una precaria sensación de Libertad.
El misterio de la Libertad se aposenta entre el rumiar constante de la naturaleza y la ligazón vital con el otro, (es la evanescente Libertad para la Liberación la que se presiente tras los versos del poeta). Quizás el Marqués de Sade pudo concebir una literatura semejante en intención, al proclamar una Libertad Instrumental concebida exclusivamente para el goce. Los hombres han sido crueles con Sade, de alguna forma se las han arreglado para que su nombre viva en el fondo de una prisión, así como condenaron a la intemperie de los escenarios los versos del poeta Felipe. Ambos, siempre solos, bajo los spots o en la sombra están como esperando el futuro… pero no podemos disgregar más en equívocas disquisiciones, que siendo literarias, nos obligan a trazar vanas estrategias, falsas conmiseraciones y arriesgados cálculos en la conquista de territorios inexistentes.


Firme, erguido, sereno,
con la lengua en silencio,
los ojos en sus cuencas
y en su lugar los huesos.

Ya eran las ocho de la noche del viernes 27 de febrero de 1948, cuando el poeta León Felipe, cruzó el salón del Hotel Salta ovacionado por un público que lo recibió de pié. La demora había mantenido la  expectativa entre los salteños. El poeta venía de un largo y accidentado viaje, la ciudad norteña le serviría por unos días de descanso a la vera del infinito camino. Atrás quedaban Chile, Buenos Aires, las provincias argentinas, y más atrás aún Colombia, Venezuela, Brasil y más aún México, Panamá y la Guerra, todas sus guerras. Había titulado a su exposición, ¿Quién soy yo? Fue presentado por Francisco Álvarez Leguizamón, que siempre según la prensa, se dirigió al auditorio con frases acertadas acerca de la misión y personalidad de León Felipe. La reunión había sido gestionada por la asociación “Amigos del Arte”. Ante un salón colmado, el poeta se explayó sobre su vida, el canto, la realidad que le toco transitar y de su fe en la poesía, (Álvarez, treinta años después, recordará una frase en su Clave de Libertad: “la religión es una gran poesía, la biblia el romancero de los pueblos antiguos”, así como suya es la afirmación de que los pueblos se acercan unos a otros por sus poetas).  
Felipe habló del camino elegido, recitó versos propios y ajenos; no cuesta imaginarlo años después en el D.F. conversando con un joven médico argentino de zapatos gastados, en algún bar de Insurgentes, proveyendo poemas y nombres de anarquistas.
Los archivos periodísticos anuncian y reseñan su presentación en el Teatro Alberdi, y una reunión social ocurrida el lunes 1º, en “La Madrileña”. Los periódicos también reproducen una carta enviada hacia fines de marzo por un corresponsal de su público jujeño.
De aquellos días se recuerda muy poco, como ese afán de ilustrado salteño que presume de recuerdos que no conservan nada. Existe la anécdota que refiere a Felipe esperando al “Cuchi” Leguizamón,  en las escalinatas de la Catedral; ante la demora del músico en acudir a la cita, el poeta atinó preguntar a un vacilante Raúl Aráoz: “¿No habéis visto a ese a quién vosotros llamáis, El Cerdo?”. También se recuerda que el doctor Austerlitz lo acompañó a una comida junto a artistas locales, en una quinta ubicada en la Recta de Cánepa.
El encuentro en el Teatro Alberdi sería sin dudas la presentación que quedará para la posteridad;  la lectura en el Hotel no había dejado de ser una presentación para socios, familiares, invitados y amigos de la entidad promotora. En la presentación del domingo se encontraría con Juan Carlos Dávalos, y el público grande salteño; sabría de un joven Manuel Castilla en viaje, recorriendo el Perú o la próxima Bolivia, (o quizás no lo supo y jamás imaginó el encuentro, ¿por qué debían encontrarse?), imposible de recobrar los pensamientos siquiera lo de las tardes fumando en la habitación del hotel bajo las lentas aspas del ventilador.
Las crónicas de El Intransigente refieren que aquella mañana de domingo el Teatro Alberdi desbordaba y que el poeta León Felipe fue introducido a la multitud por el doctor Gustavo Leguizamón, con estas palabras:
Me han conferido el honor de presentarles al grande León Felipe. Allí está.
Le ha traído el viento y es el propietario de la canción y el salmo. Es más americano que nosotros, porque conoce nuestra historia grande.
Desde su verbo, se elevan la canción total del hombre y la idea del Dios imprescindible. Va por el mundo vertical, definitivo, desnudo y ha construido ya todas las retóricas. El ritmo de su sangre ha inaugurado su poética, nacida para la recuperación de los valores permanentes.
No sabe quién es ni a dónde va. Su ruta es una estela de ademanes y profecías. Su rumbo, el destino del hombre.
Así ha transitado los caminos, contando su historia a los hombres, los pájaros y los árboles. Lleva una nueva dimensión en su palabra, porque conoce la medida del hombre.
El viento que hoy le ha traído a este proscenio es el mismo que lleva su palabra sobre la inmensidad de América adolescente, fecundada por gracia de la historia poética con la mejor semilla del destino. Con ustedes el hombre. Allí tenéis al poeta”.

El hijo del notario de Tábara, nacido en 1884, boticario de profesión, abrazó en la temprana juventud un destino de poeta. Recorrió la España reseca de principios del siglo XX como artista ambulante. Dicen que en Madrid vivió una bohemia prostibularia; durmió con los mendigos en los lupanares con la cabeza apoyada en las sogas que ponían de noche y quitaban de las bancas en la madrugada. Recibió limosnas; estuvo cuatro años preso por estafas y cuando salió de prisión escribió su primer libro, Versos y caminos del caminante; en 1919 leyó ese libro en el Ateneo de Madrid y después se embarcó a Nueva Guinea, donde vivió tres años en los hospitales coloniales de las islas del estuario del río Muni. Volvió a Europa para dirigirse raudamente a América. En México se dedicó a la enseñanza de la literatura española y en Veracruz trabajó como bibliotecario. Fue agregado cultural en la embajada de la España Republicana; allí conoció a Berta Gamboa, con quién contrajo matrimonio y se radicó en Estados Unidos. En su estancia universitaria comenzó las traducciones a Waldo Frank y Walt Whitman. Volvió a España en 1931 y 1934. Publicó en Norteamérica su poema Drop a Star; a comienzos de la Guerra Civil se trasladó a Madrid; se despidió de América con el artículo Goodbye, Panamá, donde anuncia la necesidad de enfrentarse a los enemigos de la República en todos los terrenos. Pasa sus días de guerra entre Madrid, Valencia y Barcelona. Cuando cae Málaga, compone su poema Insignia. Cuando finalmente cae la República, se exilia en Francia y luego pasa a La Habana; en el viaje compone sus libros, El payaso de las bofetadas y Pescador de caña. Se radicó nuevamente en México junto a los emigrados españoles. Son los años en que compone El gran responsable; El hacha; Español del éxodo y del llanto; Parábola y Poesía; Ganarás la luz, y da a conocer su paráfrasis al Canto a mi mismo. Entre 1946 y 1948 viaja por América del Sur; es a comienzos de ese último año que llega a Salta. El poemario salteño Copajira, de 1949 se inicia bajo su invocación libertaria.

El lunes 1 de marzo de 1948, El Intransigente publicó una reseña de Juan Carlos Dávalos, a propósito de la presentación del poeta en el teatro:
El público que llenaba literalmente ayer a las once la sala del Alberdi escuchó con el alma en vilo la magnifica disertación que el poeta León Felipe leyó en unas páginas que, contra lo que suele ocurrir cuando se  lee desde el primer momento dieron a los oyentes la impresión de que se hallaban ante un maestro de la elocución y el pensamientos modernos... poeta no oficial, ni político, ni retórico, ni utilitarista, sino de inspiración profética, optimista, y humanista… el escritor trazó con fervor el gigantesco retrato de Walt Whitman, genial apóstol norteamericano del hombre del futuro… el primero que creyó… en la redención de la humanidad por obra del amor y no por el odio, por influencia de la fraternidad democrática y no por la brutalidad de la fuerza al servicio de los déspotas… En nuestra humilde opinión se equivocan los que atribuyen al poeta español León Felipe, el estar influenciado en su credo lírico por las ideas anticatólicas y antireligiosas de Federico Nietzsche, el inventor del superhombre; como si el alto pensamiento español renacentista no hubiera tenido representantes tan dignos de formar escuela  como Vives y Ganivet, como Galdós y Unamuno, como Cervantes y Quevedo. La voz de León Felipe, grande y altruista como el espíritu ecuménico de España, proviene pues, de su jerarquía, su cordialidad y su poder expansivo: es hoy una voz contemporánea de la energía atómica: pero no de una violencia anárquica y desaforada… sino de un encendido y poderoso fervor y confianza en la ingénita bondad del hombre común… un llamamiento cálido a los mejores sentimientos de la recua doliente; y se dirige no a los dogmáticos y poderosos, sino a los humildes, que son los más en este pícaro mundo, y por eso merecen desde hace siglos, el desvelo incansable de los sabios y de los generosos… Expuso el orador en abundante y lírico lenguaje unas ideas acerca del terror a la muerte, que domina a los hombres, y que como sabemos, es la fuente de muchas creencias falaces e inconsistentes… No decayó, en resumen, ni por un instante el interés filosófico de la conferencia, ni menos su majestuosa elocuencia lírica, pocas veces, hasta hoy, superada en nuestros medios intelectuales; por lo cual los auspiciantes de este acto cultural merecen también un aplauso”.



















Sin la fortuna que dan las circunstancias políticas o la atención de la crítica, Felipe hizo poesía con voz elocuente, combativa. Su obra debió convivir junto a la de la fabulosa Generación del 27, y con los resabios de la del 98 y debió ser el primer escritor en incomodarse ante esa forma de acoso que son las determinantes generacionales y la casuística de las cronologías; tuvo el mérito de no pertenecer a ningún grupo y de no formar parte de la cultura oficial de su tiempo. Su adhesión a La República, tanto como su carácter lo alejaron de las posturas estéticas que se desarrollaron en la península ibérica gobernada por el franquismo. Su grito fue acunado en América. Juan Ramón Jiménez, alcanzó a decir de él, que quizás era “el mejor de los poetas menores”; Dámaso Alonso no le dedica ni una sola línea en su célebre Poetas Españoles Contemporáneos. Una omisión deliberada, pensada para ocultar una estética perpendicular a la geometría trazada en los cenáculos. Su obra poética, su mística invocación a la política, no sedujo a los pares;  buscó al hombre común, lo editó Lozada. Octavio Paz respondió a la prensa alguna vez, diciendo que “Ganarás la Luz, es un buen libro pero no es poesía”. Al profeta había que ofenderlo y dejarlo solo. Felipe desarrolló palabra y acción en una dirección, y eso lo alejó de cualquier observación que pudiera realizarse sobre el estado del arte.
Con entusiasmo de hondero lanzó su palabra como una piedra que atraviesa luchas fratricidas bajo un cielo de mercaderes y bufones. Sus amigos lo tuvieron más presente que los exégetas literarios. Fue acogido y adorado en el destierro. Su piedra de sal perdura esparcida en el cancionero americano. En España, fue tratado como un poeta de segunda categoría; sin discípulos, elegíaco y sin audiencia, en la Vieja Europa se lo olvidó rápidamente. Arraigó en América; aquí se lo leyó y se editaron sus obras completas; por su mano se divulgó a Whitman, más aún que por mano de Martí o de Borges. Llegó en una particular hora continental; se lo tuvo por un Quijote, aunque prefirió reconocerse más en Rocinante que en el héroe barbado. “Mi oficio es este de escuchar latidos y temblores: de hombres, pueblos y estrellas”. Con él, el español grita, susurra, mata y también cree en un dios.
Su voz quizás no estuvo hecha para el canto, sino para el grito, quizás lo supo y se impuso una sola empresa: “vencer ese perro negro de la injusticia. Porque mientras él esté allí, tumbado en la luz, todos los poemas del mundo tendrán una verruga violácea en la frente”. Esa es la función que entendió debía cumplir como artista. “Esta es mi estética, vieja y perdurable aún. Vieja porque fue escrita antes de la tragedia actual del mundo, y perdurable porque dentro de las tinieblas de esta tragedia me sigue pareciendo la única: la estética de un barco perdido entre la niebla. Hoy más que nunca es para mí la poesía fuego organizado, señal, llamada y llamarada de naufragio. Todo buen combustible es material poético excelente.”

De las muchas paráfrasis o reinterpretaciones que hiciera del inglés, lo más memorable será su versión del Canto a mi mismo. Tal como Whitman, la suya también es una poesía luego de una larga meditación populista. Su aliento y actitud profética lo definen como el poeta de la lengua española sobre el cual el bardo yanquee ha ejercido un ascendiente lejano pero no por eso, menos efectivo. Místico, hace del poeta un visionario, tal como lo concibió Emerson. Desarraigado, su voz se lanza a una serie de identificaciones con todo lo que le rodea; forma parte natural del coro poético americano; encarna una voluntad anticipatoria, se nos aparece casi siempre posicionado a la vanguardia de un ambicioso movimiento enamorado de experiencias. Declarativo, la poca distancia con las cosas y acontecimientos colocan en ocasiones a Felipe en un papel de clown, recorriendo las fogatas tristes de las brigadas internacionales. La empresa estética también es empresa moral para el poeta errante. Tiene de nietzschiano la creación de una vejez lo suficientemente nueva como para procurarse una eterna juventud maldita. En sus últimos libros, el poeta ya no es la anunciación política, apenas esboza a un oscuro idealista añorando la revuelta incierta de las cosas.

Hacen falta estrellas, sí, muchas estrellas
pero de sangre

De la conciencia poética de Salta, seguramente el mayor afectado por el paso del poeta León Felipe fuera Francisco Álvarez[i], no tanto en el arte de la poesía que no cultivó, (aunque se conocen versos y traducciones), como en la práctica de un humanismo optimista y anticlerical que ejerció inspirado. Podemos advertir en su único libro, que consideró a la Soledad como causa y fin de la Libertad. Que entendió al Amor y al Arte como antídotos contra la Soledad. Observó a la Soledad como un espacio hacia donde se dirige, silenciosa, la Libertad. Si nada la ata, nadie la llama y no se sale al encuentro de nada, esa Libertad Inútil se seca y acaba degradándose con la Naturaleza en una serie de gestos huecos. Considera que la Libertad asume un rol creador cuando conscientemente busca la Belleza. También nos sugiere que la elección por una libertad narcisista e impecable, es un experimento moral que puede durar toda una vida pero que no dejará de ser una locura. Y defiende a la Libertad como vehículo del deseo que puede sostenerse tanto en la acción como en la pasible sensualidad. Vio en la escena final de la muerte de Sócrates, en el gesto de no retractarse, una acción estética ejemplar ejercida con conocimiento en la finitud de los goces.
Y esto es cuanto puedo decir de León Felipe en Salta.





[i] Es por Pedro González,editor del periódico salteño CLAVES, que conocí la primera versión de la muerte de su amigo. Alguna vez recordó para mí, cómo le llegó la noticia del crimen: acompañaba a un Gobernador en el palco, cuando el Jefe de Policía se acercó por detrás al mandatario y le comunicó en susurros, como si transmitiera una intimidad, lo sucedido. El desfile no se suspendió. La última imagen que tengo de la historia que me han referido, es un fugaz fotograma que pasa por mi mente:
es la Belleza, sola en la súbita noche.
A veces, Pedro me dice:- Mirá, te traje esto para que leas. Y me alcanza las fotocopias de una paráfrasis que León Felipe publicó de Macbeth. -Leé el final, me dice, y recita de memoria: -“Un cuento sin sentido es la vida, un cuento contado por un idiota, lleno de cólera y estrépito”. Y una vez más, antes de tomar otro vaso, me señala con humor: -Nosotros sabemos que ese idiota está lleno de ruido y de furia, pero por Faulkner, no por el castellano que usa Felipe. Nos reímos y bebemos en silencio antes que llegue la tarde o se siente algún muerto en la mesa. Me levanto, saludo a don Pedro, y salgo del bar. Vuelvo caminando a mi casa, imagino brujas trepadas a la inocencia de los techos, murmurando:
Todo lo bello es feo, todo lo feo es bello”.



esta nota se editó originalmente en el periódico cultural CLAVES, 
en octubre de 2012.