domingo, 29 de abril de 2012

Viñeta VI




































Papel Picado
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 7 de noviembre de 1940
Cansado de hacer siempre el mismo camino, el río se fugó una mañana. Y como una víbora, dejo la piel de su cauce de recuerdo.
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Estabas bien guardada dentro de mi corazón. Sin embargo, te salías a mis ojos.
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Mi amor se pegó a tu nombre como una rúbrica.
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En la tierra fue más hermosa que un ángel. Cuando murió, en el cielo, las estrellas envidiosas le espinaban las plantas.
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Las curvas de todos los caminos se pegaron a tu cuerpo.
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Tus ojos, como dos golondrinas, buscaban distancia.
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Te gustaba viajar y te encantaba el mar con sus barcos y sus puertos. Por ello, un día, te entregue mi corazón sediento de aventuras y de ensueño. Y como a un barco de papel, lo estrujó tu indiferencia.
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Te buscaban mis ojos por todos los caminos, sin saber que estabas en los horizontes.
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Una vez, un cóndor herido se poso en un sauce. Desde entonces, el árbol no lloro más, y, visto de lejos, tenía la altivez de un cóndor.
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En aquella calle de extramuros, la luz artificial estaba de más. Bastaban para iluminarla, los faroles rojos de los ceibos.
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El incendio del amanecer se originó en la cresta de los gallos.
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Aquella tarde la lluvia estuvo más piadosa que nunca. Quería coser con sus hebras los remiendos de los pordioseros de la ciudad.
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A la fuga de tu risa se prende mi tristeza.
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En la cumbre del cerro los cardones despeinaban al viento.
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La guadaña del relámpago, cortaba los flecos de la lluvia.
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Había andado tanto aquella gitana que se prendieron a sus ropas los colores de todos los paisajes.
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Cuando cantas, quisiera hacerte una jaula con alambres de lluvia.
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El viento enamorado de la nube quería arrancar la flor enorme del molino para deshojarla en su honor.
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Cuando niño yo era como el grillo: a solas pregonaba mi amor, y cuando te me acercabas enmudecía.
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Una noche por capricho, me tuviste junto a tu pecho como a un tuco. Después me dejaste abandonado en la primera maceta.























Papel Picado
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 
15 de noviembre de 1940
Cuando bailaba el trompo de los niños, con su púa dibujaba en el suelo el lazo con que los ataría a la infancia para siempre.
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En la cumbre de la montaña la cruz parecía dirigir el tráfico de los vientos.
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En la siesta ardiente, la acequia como una víbora loca quería enroscarse en el sauce.
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En la soledad de tus ojos se oscurecía el sueño.
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Cuando de noche vemos la ciudad desde la cumbre del cerro, nos parece que alguien desparramó las brasas de un enorme fogón.
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El gato noctámbulo sobre la tapia parece un nadador que no se decide a tirarse al río de la calle.
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Cantando como el coyuyo hice madurar el fruto de tu amor, para que luego otro se lo comiera.
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Cuando de noche marcho por las calles desiertas, se me antoja que voy hacia la muerte.
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A veces, amanecías como una “nievecita”: morías si te tocaban.
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Cuando, por las tardes te quedabas ensimismada, mi amor se complacía en enredarse en tus pestañas para mirar el color de tu sueño.
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Aquella noche la luna se rompió en mil pedazos que, al caer, se quedaron prendidos en las ramas florecidas de los yuchanes.
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Truenos: El cielo ha desatado su collar de pedrones.
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Entre tú y yo se abrió un abismo profundo: el de tus ojos.
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Por el cielo azul de tus miradas, cada tarde, volaba el barrilete de colores de mi amor. Hasta que un día, el hilo se cortó en el filo de tu indiferencia y se perdió en tus ojos para siempre.
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No quería recordarte. Por ello un día, insensible, tire tus cartas al fuego y el humo me hizo llorar.
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El viento quería tocar los platillos de los girasoles.

Estas viñetas corresponden al libro:
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla 1940 - 1960
(Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini)
de próxima aparición