lunes, 30 de abril de 2012

Viñeta VII



















Romance del Norte Argentino
de Manuel J. Castilla

Ayer canté en la frontera
hoy canto en Sauzalito,
a mi me gusta cantar
en cada pago un poquito.
(Cancionero Popular de Salta)

Conquista y absorción del español por la tierra
1
Diego de Rojas, sangre espada y sueño
desenvainado en estas zonas altas.
La fundación del Norte era la copla
y el corazón redondo de la caja.

Espuela ardida y voz, la misma cosa
y una sola y madura la esperanza.
Espuela y voz de España se alisaron
como una cabellera en la baguala.

Diego de Rojas vino para irse
y era una arista más en la montaña.

Razón de soledad y paisajes
2
Espuela y voz de España no podían
domar de golpe tan antiguo brío.
El hombre era hacia adentro y desde adentro
Iba saliendo, triste, en los silbidos.

Porque entre sus crispados arenales
en espuma de sal acaba el mito,
toda la coca se le vuelve espera
en las orillas de los espejismos.

Para tanto silencio, mucha muerte
pide mi voz morena al infinito!

Savia y niñez
3
Con el revuelo verde de los tucos
llegaba la esperanza del verano
y la savia del norte por mi sangre
iba subiendo como por un árbol.

Ese era el tiempo para la leyenda
con sus humosos viejos solitarios
y había que alzar tizones en el alba
por no mirarles su dolor ahumado.

Entonces, niño yo, sobre la tierra
era tan puro como los lapachos.

Baile y varonía
4
A los veranos roncos de crecientes
anteponían un pecho de gauchadas,
y el agua turbia de corajes
desencrespábase en sus arrogancias.

Después, muchos caminos polvorientos
y un domingo floreándose de zambas
donde entre zapateos apilados
sumaban como siete las mudanzas.

Enjugaban, entonces, los pañuelos
la clara soledad de las guitarras.

Sentido heroico
5
Sabía del requiebro y de la daga
reconquistando a golpes de entereza.
Unos volvían con un puma muerto
y una remota heroicidad ingenua.

Otros cuando bebían, sollozaban
para apagar tristeza y polvareda
y si algunos mataban, el cuchillo
retornaba a la vaina sin urgencias.

Y después de todo esto me dolía
que se quedaran solos con la espera.

Amistad
6
No retaceaba el hombre sus anchuras
para la tierra hinchada de semillas,
porque donde sobraban longitudes
hasta la mezquindad fue cristalina.

Y si algunos guardaban prevenidos
era para tirarlo al otro día
entre vasos de vinos entonadores
y una pena que nunca se les iba.

Y sobre todo la amistad como una
sombra perfectamente definida.

Verano y carnaval
7
Si un quebracho volteaban, retraían
su oscuro corazón los guayacanes.
Por ese estío caliente, las cigarras
anticipándose a los carnavales.

Luego de las coplas con sus agachadas
como un pájaro más entre los árboles
y por los chacos -cimba y displicencia-
una china habitando soledades.

Para tanta ternura, yo soltara
mi vidalero pecho por el aire!

Dolor
8
Sus dolores, también, que no los llora
pero que canta porque se le vuelven,
ya no son llagas, pero son asientos
que el hombre va poniéndole a la muerte.

Después… la tierra negra y un silencio
que no podrán tapar caña y machete,
ni el socavón minero ni el estaño
porque el silencio tiene boca y muerde.

¡Oh, que pura la muerte entre las cañas
como árbol solo en los atardeceres!

Dimensión
9
Puro como en sus propias alegrías
de alada zamba y ponchos de colores
mientras le duele el indio por la sangre
lleno de bombos y de luna insomne.

Sabe su lentitud fecundadora
por viva piedra y forestal desborde
aunque pueblen su sed de varonía
sus desolados muertos volvedores.

¡Este es mi norte y digo su tamaño
para que todo el mundo lo recobre!

Publicado en El Intransigente
Salta, 16 de junio de 1946.

este poema está incluído en el libro original
El Oficio del Árbol,
Obra Periodística de Manuel J. Castilla 1940 -1960
(Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini)
de próxima aparición

domingo, 29 de abril de 2012

Viñeta VI




































Papel Picado
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 7 de noviembre de 1940
Cansado de hacer siempre el mismo camino, el río se fugó una mañana. Y como una víbora, dejo la piel de su cauce de recuerdo.
***
Estabas bien guardada dentro de mi corazón. Sin embargo, te salías a mis ojos.
***
Mi amor se pegó a tu nombre como una rúbrica.
***
En la tierra fue más hermosa que un ángel. Cuando murió, en el cielo, las estrellas envidiosas le espinaban las plantas.
***
Las curvas de todos los caminos se pegaron a tu cuerpo.
***
Tus ojos, como dos golondrinas, buscaban distancia.
***
Te gustaba viajar y te encantaba el mar con sus barcos y sus puertos. Por ello, un día, te entregue mi corazón sediento de aventuras y de ensueño. Y como a un barco de papel, lo estrujó tu indiferencia.
***
Te buscaban mis ojos por todos los caminos, sin saber que estabas en los horizontes.
***
Una vez, un cóndor herido se poso en un sauce. Desde entonces, el árbol no lloro más, y, visto de lejos, tenía la altivez de un cóndor.
***
En aquella calle de extramuros, la luz artificial estaba de más. Bastaban para iluminarla, los faroles rojos de los ceibos.
***
El incendio del amanecer se originó en la cresta de los gallos.
***
Aquella tarde la lluvia estuvo más piadosa que nunca. Quería coser con sus hebras los remiendos de los pordioseros de la ciudad.
***
A la fuga de tu risa se prende mi tristeza.
***
En la cumbre del cerro los cardones despeinaban al viento.
***
La guadaña del relámpago, cortaba los flecos de la lluvia.
***
Había andado tanto aquella gitana que se prendieron a sus ropas los colores de todos los paisajes.
***
Cuando cantas, quisiera hacerte una jaula con alambres de lluvia.
***
El viento enamorado de la nube quería arrancar la flor enorme del molino para deshojarla en su honor.
***
Cuando niño yo era como el grillo: a solas pregonaba mi amor, y cuando te me acercabas enmudecía.
***
Una noche por capricho, me tuviste junto a tu pecho como a un tuco. Después me dejaste abandonado en la primera maceta.























Papel Picado
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 
15 de noviembre de 1940
Cuando bailaba el trompo de los niños, con su púa dibujaba en el suelo el lazo con que los ataría a la infancia para siempre.
***
En la cumbre de la montaña la cruz parecía dirigir el tráfico de los vientos.
***
En la siesta ardiente, la acequia como una víbora loca quería enroscarse en el sauce.
***
En la soledad de tus ojos se oscurecía el sueño.
***
Cuando de noche vemos la ciudad desde la cumbre del cerro, nos parece que alguien desparramó las brasas de un enorme fogón.
***
El gato noctámbulo sobre la tapia parece un nadador que no se decide a tirarse al río de la calle.
***
Cantando como el coyuyo hice madurar el fruto de tu amor, para que luego otro se lo comiera.
***
Cuando de noche marcho por las calles desiertas, se me antoja que voy hacia la muerte.
***
A veces, amanecías como una “nievecita”: morías si te tocaban.
***
Cuando, por las tardes te quedabas ensimismada, mi amor se complacía en enredarse en tus pestañas para mirar el color de tu sueño.
***
Aquella noche la luna se rompió en mil pedazos que, al caer, se quedaron prendidos en las ramas florecidas de los yuchanes.
***
Truenos: El cielo ha desatado su collar de pedrones.
***
Entre tú y yo se abrió un abismo profundo: el de tus ojos.
***
Por el cielo azul de tus miradas, cada tarde, volaba el barrilete de colores de mi amor. Hasta que un día, el hilo se cortó en el filo de tu indiferencia y se perdió en tus ojos para siempre.
***
No quería recordarte. Por ello un día, insensible, tire tus cartas al fuego y el humo me hizo llorar.
***
El viento quería tocar los platillos de los girasoles.

Estas viñetas corresponden al libro:
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla 1940 - 1960
(Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini)
de próxima aparición

sábado, 28 de abril de 2012

Viñeta V
















Estampas Callejeras
El Circo
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 14 de julio de 1940
Nació para andar. Por eso va de un lado para otro. Incansablemente. En su humildad, es agradable. Tal vez por su misión. Su presencia tiene el perfume de las cosas gratas. Y de tanto andar parece viejo. Pero esa vejez lo hace más simpático. Como ocurre con los objetos que hace mucho tiempo tenemos en nuestro poder y a los que nos hemos acostumbrado. Por eso su presencia alegra. Como que es portador de sueños. Y es que él anda soñando siempre. Como si persiguiera una meta inalcanzable. Tal vez por eso se detiene en cada pueblo por ver si la encuentra. Su espectáculo tiene la gracia de lo sencillo, y pareciera que los tintes de todos los paisajes se enredaran, al pasar, en los ojos azules de sus mujeres que, quizás por eso tiene algo de exótico.
***
Un día llegó a la villa. A la que no había llegado nunca. Mejor dicho, arribó de casualidad porque esa villa no figuraba en el mapa del trayecto a recorrer en la nueva jornada. Y la encontró de golpe. Como un manantial, en él hubo de abrevar su sed, acrecentada por el polvo de los caminos recorridos. Y se quedó. Por necesidad o por costumbre. Le daba lo mismo.
Era un día de agosto, gris. Hubiera deseado seguir viaje, pero algo lo detuvo. Tal vez esa pausa era necesaria. O podía ser también que, luego, el villorrio ocupara un lugar en la larga lista de los pueblos que tocaría en su peregrinación de todos los años. Había muchos terrenos baldíos en ese pueblo, en exceso. En uno de ellos levantó su terrosa carpa. No bien instalado, empezó a flamear un banderín descolorido en la punta del palo mayor. El trapo formaba parte del circo. Era la página donde se escribían los mejores capítulos de su vida errante.
***
Se alborotó la niñez descolorida de la villa. Niñez que se desparrama en los baldíos y que tiene sombra en la mirada. Después pasearon por las calles del pueblo una jirafa y un elefante. Y un camión escondido tras unos cartelones donde habían letras de colores vivos y en cuyo interior unos músicos desgranaban notas tristes y alegres a la vez, hizo que las mujeres y los niños, y los hombres, asomaran su curiosidad hasta las calles. Un racimo de chicos andariegos y desarrapados acompañaban a las bestias y recogía los volantes de propaganda, en tanto que la risa ponía relámpagos de alegría en sus ojos. Después dio su primera función. Había música intermitente. Había alfombras rojas y hombres vestidos con uniforme azul y colorado y botones de sol cuidaban los lugares de acceso al local. Después se repitió la escena una, dos, tres, cuatro veces.
Era un día de agosto, gris. No apareció el banderín descolorido, en la punta del palo mayor. El pueblo volvió a su quietud habitual. La pálida niñez se desparramó de nuevo en los baldíos…
















Estampas Callejeras
El Vago
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 31 de julio de 1940
Se le halla en las calles de todas las ciudades, inevitablemente. Tal vez porque forma parte de las mismas. Como que su presencia se ha hecho necesaria en el tráfago diario. Anda en la vida porque sí. Pudo ser algo más y se quedó rezagado en la mitad del camino vaya a saber porqué designio. Tal vez la vida le golpeó demasiado pronto, o demasiado de golpe. Sin darle lugar a que se abroquelara a tiempo. Más tarde, no tuvo más remedio que pasar a integrar la larga lista de los conformistas. De los que dejan pasar el río de la vida, sin preocuparse si hay albura en la espuma que le da belleza o en la turbiedad que hace ver su lado oscuro. Es simple espectador, indiferente, de su propio drama, un poco trágico. Podría decirse de él que una ola del río de la vida lo arrojó a la playa como a una rama seca, que poco a poco, terminará por deshacerse. O tal vez alguno que pase por la vera la pise y termine con su existencia.
***
Pareciera que los cuatro vientos le acribillaron en una esquina y, de ese modo, le fijaron su sitio de permanencia. Por eso es que se le ve pegado a las esquinas, mirando indiferente lo que pasa a su vera. O ya vagando sin rumbo por las calles, entreteniéndose con cualquier acontecimiento extraordinario que puede poner una nota distinta en su monótona existencia. O bien tratando de procurarse el sustento, por la imperiosa necesidad de vivir, del modo más fácil. Por ello frecuenta las estaciones ferroviarias y espera horas y horas, el arribo de un tren que tarda en llegar, para “hacerse una changa”. Y la etapa de su declinación tiene varios períodos. Primero, la indiferencia del espectador. Luego, apremiado, busca la labor que se remunera con propina y por último, la dejadez total: espera que se le llame. Y este es el ocaso de la declinación absoluta, cuando la mendicidad le lleva de la mano y termina por tirarle en algún muladar, todas las noches.
***
A veces tiene una paciencia bíblica. Pasa semanas y semanas, arrumbándose en los umbrales, esperando se soliciten sus servicios para testificar algún nacimiento o alguna defunción. O metiéndose en las cantinas para entretener su abulia con la destemplada música de un acordeón melifluo. También, en las mañanas o en las tardes luminosas, como dijo el poeta, “rompe en los caminos la alegría del sol”. Y forzosamente viene el aislamiento. Termina por saberse poca cosa. Porque ya la conformidad ha cavado un hoyo demasiado oscuro en su espíritu. La herrumbre de la inactividad ha terminado por formarle una capa que le costará mucho sacar. Aún más. Ha clavado en su cerebro esta palabra que es la síntesis de su vida: Total…
Así este hombre. Viene a ser como un árbol semiseco y carcomido. Vive porque sí; porque tiene que vivir como un trompo sin púa, de inútil. Tal vez porque la vida le golpeó demasiado de golpe…

Estas viñetas corresponden al libro:
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla, 1940 - 1960
(Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini)
de próxima aparición

jueves, 26 de abril de 2012

Viñeta IV















Rocío y caminitos
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 13 de abril de 1959
De esas mañanas deportivas queda ya como una borrosa memoria. Una dorada neblina las envolvía y un frio cristalino se enturbiaba en las varandas del aliento. Un frío que nuestros pies iban deshaciendo en el rocío a través de amarillentos baldíos bordeados de juncos y bejucos cuando se iba hacia las canchas.
Por caminitos interminables  se andaba. Sunchos y  “serenos” mojados los festoneaban. Adelante iba el capitán con la pelota. El capitán de la quinta. Pero atrás del encargado.
Uno había dormido con la camiseta puesta. La casaca era azul y la madre le había bordado un trébol delgadito. De “forcejines” ni hablar. Nadie los tenía. Eran a pura alpargata esos partidos. En el primer “jastén” el encargado compraba naranjas y convidaba. Sudorosos, llenos de tierra, acezantes se comentaban las incidencias del match. Nos habían dicho: “No hay que tomar agua cuando uno está agitado, porque se puede morir”. Y todos obedecíamos.
Antes de firmar la planilla había que poner diez centavos para el referee. Es claro que a algunos siempre le faltaban y era el “encargado” quién los ponía.
Al comenzar el segundo tiempo, todos los planes que se habían hecho durante el descanso desaparecían. No había premeditada táctica que valiera nada. Se jugaba ciegamente. Más aún: aturdidos con los gritos de la hinchada recriminando a los que gambeteaban y dejaban quitarse la pelota. Así, hasta terminar. Después, triunfantes o derrotados, el pelo húmedo y despeinado, se emprendía el regreso. En el trayecto había que contestar las preguntas de los otros changos: “Perdimos 3 a 1”. O “Ganamos 1 a 0”. Ellos, por su parte, nos respondían de la misma manera.
Era al mediodía ese regreso. Una vuelta sonrientes o apesadumbrados.
Siempre iguales esos regresos.
Asoleados, en barra, despreocupados en el mediodía del domingo.
De ese tiempo queda una neblina larga y unas alpargatas mojadas por el rocío de los caminitos.




















Los changos colados
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 20 de abril de 1959
Por la mañana ya habíamos jugado el habitual partido dominguero de la quinta. Sobre el mediodía el almuerzo había tenido la frugalidad forzosa que nacía de las ganas de salir otra vez a la calle, de volver a las canchas para presenciar el match de la primera.
Eran partidos bravos esos. Federación y Juventud, Central Norte y Gimnasia.
El changuerío esperaba horas para colarse. Pero los “canas” de a caballo estaban siempre alertas. Sus miradas recorrían constantemente los largos muros que cerraban la cancha. Y uno les tenía demasiado miedo.
Por si se descuidaban, los changos andaban haciéndose los distraídos. Comían maní, se sentaban en el cordón de la vereda, pelaban naranjas, hablaban de cualquier cosa pero ellos también estaban listos para cualquier descuido de la policía. Y cuando el vigilante doblaba la esquina en su obligada recorrida, ya estaban trepándose a los muros. Nunca faltaba el compañero que hacía estribo con las manos para facilitar el primer envión. Y así, pausa tras pausa, se colaba alguno.
Es claro que adentro había que librar a veces otra proeza: no dejarse pillar con el otro cana, pero ya esa batalla estaba prevista. Las piernas tensas, la confianza en las propias fuerzas era ciega. Así, en cuanto se estaba adentro del estadio se corría hasta la tribuna colmada de hinchas y uno se confundía entre el gentío. De allí, estaba seguro, el cana no podría sacarlo. Claro también que ocasiones había que esconderse tras de los “virajes” del polígono y andar haciéndose el disimulado, hasta que llegaba el momento propicio para mirar tranquilo el partido.
Al rato nomás de estar en la tribuna entre la hinchada del club, ya todo se había olvidado, ya solamente se era un hincha más. Una voz que alentaba a los colores por los que se apasionaba siempre. Un corazón que iba a ver ganar para volver a la esquina del barrio y relatar las dos hazañas: la de los muchachos de la primera que habían vencido y la de uno que se había colado. Así todos los domingos de fútbol.

En esta entrega van dos viñetas de Castilla, del libro
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla, 1940 - 1960 
Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini
(próxima aparición)


miércoles, 25 de abril de 2012

Viñeta III










Día de visita en la cárcel
Por Manuel J. Castilla,
para El Intransigente
Salta, 25 de agosto de 1940

Era día domingo. Recién comenzaba a ensayar sus pasos traviesos por la ciudad dormida, la niña rubia de la siesta. La quietud corría por las calles de un extremo a otro de la villa. En la plaza, un par de conscriptos, ambulaba como buscando un fotógrafo para retratarse. El sol caía a plomo y la luz se destrozaba en las palmeras y en los molles y se ensartaba en los pararrayos de las torres. Un bombero que hacía la guardia frente a la cárcel, se cobijaba bajo la sombrilla plateada de la garita.
***
La cárcel frente a la plaza era un contraste. Increíble; pero allí estaba. La belleza y la vida a un paso de la rigidez, de la dureza. Era día de visita. Un grupo de mujeres y de hombres esperaba frente a la puerta de hierro la hora determinada para entrar.
Entramos. No habíamos avanzado dos metros cuando una voz áspera nos detiene. –Un momento señores. La indecisión se enrosca en nosotros. Otra voz nos espeta. Es un oficial de bomberos que sentado frente a una mesa escribe. -¿A quién van a ver? ¿Cómo se llaman? Anota en el libro y ordena sin mirarnos: Pasen.
Cruzamos un corredor corto, luego un patio donde dos palmeras miran al cielo desde hace mucho tiempo. Pensamos que quieren evadirse. Otro uniformado con ademán elocuente se acerca hasta nosotros para palparnos de armas; a su vez, un bombero nos abre una reja, mudo. Tal vez su voz no se hubiera oído. La habría ahogado el ruido de los hierros. Avanzamos por un corredor estrecho. El piso es ya de portland. Seis metros y otra reja corta nuestro paso. Esperamos turno. Contra las paredes, media docena de presos exhiben, procurando su venta, el fruto de su obligada paciencia: mates de madera, vasos de asta, costureros y víboras de madera, rebenques, cintos de cuero sobado, etcétera. A un costado, en una habitación larga varias mujeres esperan turno para ser revisadas, antes de pasar. Un civil nos abre la reja. Hay como una docena de personas dando sus nombres. El alcaide, a un lado, mira todo indiferente, en tanto un hombre escribe y escribe en un libro de mal aspecto. Damos nuestros nombres, mientras un procesado trasmite con un grito estentóreo el apelativo del que va a ser visitado. Avanzamos diez metros. Otro penado apostado en un extremo del corredor, repite el nombre con la satisfacción del que es portador de una buena nueva. El eco queda rebotando en las paredes por algunos segundos.
***
Diez y ocho celdas clausuradas adornan la dureza de las altas paredes del corredor pintadas de rosa y celeste. El piso de portland parece encogerse o hacerse más duro. Un claro del techo de tejuela y cinc deja mirar un poco de cielo. Las puertas macizas pintadas de gris, tienen encima unas rejillas por donde se cuela el aire y más arriba, cerca del techo, unas banderolas con forma de ojos regalan un poco de sol que aclara la pared opuesta. Los presos han colocado bancos de tabla contra los muros y allí están sentados juntos a sus visitantes.
Charlan animadamente pero en voz algo baja. El procesado sigue gritando nombres y tras el ruido de una reja que se abre, aparece el llamado. Le sigue el celador uniformado y serio llevando en una mano un llavero enorme. Como un rumor de colmenar, las charlas. Los guardianes se mueven sin articular palabra. Algunos presos andan con suecos de madera muy alta. Otros vestidos de gauchos aparecen con las botas lustradas. Los más, de alpargatas. Aquí uno que acaricia la melena rubia de una niña. Allá, otro que tiene entre las suyas las manos de una anciana que lo mira y lo mira. La luz que penetra por la banderola como un fugitivo, le abrillanta los ojos. La mirada se nos va al fondo, hasta un patio cerrado. Desde el techo, cuelga una campana con su borde roto. Imaginamos: si se moviera el badajo se rompería del todo. Está muda junto a las telarañas hollinadas. Un caballo blanco, de juguete, que tiene encima un gaucho con sombrero alón está sobre un armario viejo. Un paisaje de tierras italianas -dos enamorados mirando el mar- hace pensar en la libertad y en la vida plena dentro de la cárcel. No hay reloj visible. Un bombero lo reemplaza y haciendo las veces de péndulo, con la carabina al hombro va y vuelve. El rumor de las charlas sigue, como el de un colmenar, mientras la niña inocente se ha sentado en el piso frío a jugar con una naranja. El sol está aclarando el tinte rosado de la pared opuesta.
***
Salimos. No existe ya la estrictez de cuando entramos. Por dos veces oímos el ruido de las rejas que se abren. Y por último en el patio de lajas, vemos al par de palmeras que quieren evadirse.
Afuera, en la plaza, la luz se desparramaba sobre los molles y los canteros y se ensartaba en los pararrayos de las torres…

Esta viñeta corresponde al libro :
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla 1940 - 1960
Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini
(próxima aparición)
 

domingo, 22 de abril de 2012

Viñeta II












No encarcelar cantores
Por Manuel J. Castilla, 
para El Intransigente
Salta, 21 de febrero de 1957

Ya se le está viendo el penacho al carnaval. Ya su presencia empieza a llenar la boca de las gentes que desde ahora pregustan sus largos días de parranda. Por la bocaza de las máscaras es posible verle su corazón alegre y las cintas de las olvidadas serpentinas traen memoria de su largo pelo. La albahaca está diciendo que viene el camino enharinada la cara, llevándola tras la oreja y perfumando con su aroma picante el aire de este tiempo. Por las noches de los aledaños ciudadanos, los changos lo están llamando a puro golpe de caja y de vidalas chayeras. Esos cantos con que irán fatigándose en el corso, la cara lunareja de tanto papel picado. Alguna vieja criolla está lavando las tinajas para colmarlas de chicha como agua crecida. Bajo algún techo de ramas debe estar sombreándose y fermentando alguna tina con aloja y algún jinete, yéndose solo en el atardecer, entonará una copla abugualada entre dientes. Una copla que podría ser esta: Cuando llega el carnaval no almuerzo ni ceno nada me mantengo con las coplas me duermo con las tonada. Algunos carperos deben estar quemándose los ojos y dele mirar el cielo que este año se les presenta demasiado vidrioso y húmedo. Otros, calladitos, deben estar haciendo cálculos. Y muchos, muchísimos carnavaleros cantores deben estar preparando sus cajas, retobándolas de nuevo aunque saben que el último domingo de carnaval tendrán que rompérseles porque ese es el destino de las cajas. Y otros, los que aman la tradición del carnaval, ya están escribiéndole a los diarios para pedirles que las autoridades dejen cantar coplas con caja tranquilamente y que no se lleven presos a los únicos que alegran esos días con sus bagualas. Que eso, lastimosamente es lo que ha estado ocurriendo en cuanta carpa se puso en nuestra campaña en los últimos carnavales.

Esta nota como la anterior viñeta, forman parte del libro

El Oficio del Árbol 
Obra Periodística de Manuel J. Castilla 1940 - 1960
Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini 
(próxima aparición)

miércoles, 18 de abril de 2012

Viñeta I



La virgen en andas
Por Manuel J. Castilla

para El Intransigente, 17 de diciembre de 1959

Atardecía. El chaco recibía la noche entre dorado y negro. Los montes de quebracho, de algarrobos, de guayacanes parecían velar en silencio. El caserío era apenas una mancha en la llanura. Cerca nomás estaba la montaña. Las lomas más chicas y ya verdeando de churquis y yuyarales.
Era en Anta. Y era también el día de la Virgen, iban a llevarla en procesión. Adelante, como para enfrentar el viento, se colocó el bombo. A su lado se pusieron los violines. Pero más al frente, a la cabeza de todos, se ubicaron los abanderados. “Es puro el blanco y es puro el azul”, dijo uno que iba al último, mientras miraba la bandera.
Después se fueron. La Virgen tenía una túnica azul. Flores de papel formaban una guirnalda a sus pies. Iba en una hornacina y sobre un par de andas. Le amanecían rosas en las mejillas.
Las manitas juntas con sus dedos rosados estaban como en éxtasis también.
Iba sobre los hombros de los criollos. Algunos tenían los ojos rojos de la amanecida. El del bombo, cuando inició la marcha, iba espantando loros. Subieron la loma a puro silencioso empuje. Casi alegres, callados de fe. Las mujeres parecían no pensar nada. Seguían a los hombres nomás. Sus ojos húmedos pedían un milagro en silencio.
Así, lentamente llegaron hasta el borde de la loma alta. Después bajaron igual como habían subido. Cumplían el rito y la recorrida de todos los años. Hasta que llegaron a las casas. En una de ellas, al amparo de un alero la dejaron a la Virgen. Solita entre flores azules y rosas rojas, todas de papel. Junto a las velas, había un vaso de vino.
A todo esto los hombres pidieron la caja y cantaban. Bagualas largas salían de sus bocas tristes. La noche estaba alta, bien alta. Sobre el amanecer, a los pies de la Virgen del Valle una estrella parecía dormir sobresaltada por la bulla del bombo.

Esta nota como la anterior viñeta, forman parte del libro:

El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla, 1940 - 1960
(Selección, prólog y notas de Alejandro Morandini)