viernes, 29 de abril de 2011

#2666


















Leí pocas obras de Roberto Bolaño y casi todas me gustaron: Los Detectives Salvajes, El Tercer Reich, El Secreto del Mal, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce y esta última 2666 que reseño para mi ávido lector imaginario, a siete años de su primera edición, ahora que pude adquirirla en una casta librería del norte argentino. Leí Consejos de un discípulo… en algún momento de fines de los 80 o comienzos de los 90 en Córdoba, en la casa del jujeño Manuel Hernández, El Manu, que tenía el libro sobre su mesa de luz como quién cría una mascota peligrosa a la que no deja de admirar todas las noches antes de echarse a dormir. Diez años después leí un grupo de poemas de juventud publicados en internet y tiempo más tarde volví a leer esos mismos poemas corregidos más algún otro, en un libro que hojié en la casa del realvisceralista Pedro González, una vez que este me invitó a almorzar. Eso es todo lo que leí de Bolaño. No leí la galaxia crítica que seguramente orbita alrededor de su obra; y no la leo a propósito porque es evidente que este autor va a dar muchísima tela para cortar y siempre es bueno tener opiniones propias y ejercer un punto de vista personal. La noticia de su muerte me llegó como un baldazo de agua fría antes de que pudiera internarme un poco más en su lectura y dejara de ofrecerle resistencia al fenómeno. Un buen día ya no hubo más Bolaño y había que contentarse con el aparato crítico y la exhumación de sus papeles personales, (las notas a 2666, en cuanto herederos y editores se pongan de acuerdo pueden llegar a convertirse en otro suceso editorial). Luego, no deje pasar las reseñas en los diarios ante la aparición post mortem de sus libros. Nunca imaginé que podía ser un autor imprescindible.
Rodrigo Fresán, exagera y establece un listado de creadores para definir la filiación y genealogía de esta obra; fija una serie de nombres que propician su tradición: Cervantes, Sterne, Melville, Proust, Musil y Pynchon. El propio Fresán aparece en el primer libro o capitulo de 2666 en un momento de rara inspiración en Kensington Gardens, (una escena becketiana o de un Beckett tamizado a lo Auster); con esta ya le he contabilizado, al menos, dos apariciones como personaje literario a Fresán, la otra es en Río Fugitivo, de Edmundo Paz Soldán. Ignacio Echevarría, habla de “una obra inacabable más que inacabada”, y el sabrá porqué, ya que es el mascarón de proa editorial de los libros de Bolaño, señalando faltas, enmendando errores, siempre con sugerencias, corrigiendo y editando esto o aquello tal cómo debería comportarse un hombre consagrado a la obra de un poeta mayor. Alguien más ha dicho que con este libro, Bolaño es el primer clásico del siglo XXI, lo cual resulta aventurado, conjeturas así desalientan.
Yo leo en el libro un sentido homenaje a Alfred Döblin, a su Berlín Alexanderplatz; aunque referencias dentro de 2666 abundan y planean como satélites al menos una decena de novelas corales o arbóreas, de las cuales aprendió un poco de técnica y largo aliento, (la absoluta confianza en lo que hace y cómo lo hace es enteramente suya): La Colmena, La Casa Verde, Moby Dick, En Busca del Tiempo Perdido, Ulises, Adán Buenosaires, Los Miserables, El Arco Iris de la Gravedad y siguen firmas. Resulta divertido inscribirlo en un pasado reconocible. No sé qué pensaba Rodolfo Fogwill, del asunto si es que lo pensó. Conozco la mesurada o celosa opinión de Piglia, y creo, que César Aira, optó una vez más por el silencio.
Leí la novela en un período de 26 días, en medio estuve cuatro días sin poder leer por culpa de una infección que casi me cuesta la vida, y de la que logre salir al cabo de una internación en la cual padecí la humillación que provocan zondas, catéteres y burócratas, me asomé con ojos abiertos alos abismos del dolor. Presencié por primera vez la muerte de un hombre, un viejo que era como un arbolito seco acostado junto a mi camilla en el hospital público; al momento de expirar alzó su pecho como si le fuera a salir un alien y luego abrió los ojos que eran unos globos celestes encerrados en un acuario empañado por algas y un musguito amarillo; lanzó un gemido como un lamento y eso fue todo porque el aparato al cual ambos estábamos conectados comenzó a emitir un pitido insoportable y a parpadear una pequeñísima luz blanca al borde de la pantalla. En cuanto recuperé fuerzas y pude sostener el libro de 1125 páginas en mis manos, continué con la lectura hechizado por su belleza.
Bolaño, tiene el raro privilegio de haber creado una obra literaria que en conjunto conforma una unidad casi orgánica, como si se hubiera lanzado a escribir desde el primer día una sola y larga naturaleza de la novela, colmada de personajes, cada uno con su historia desplegada sobre una cartografía desesperada; novela de novelas y de poetas con y sin poemas, misceláneas donde abundan epifanías, anécdotas y citas abigarradas en una arquitectura necia para los hombres huecos que habitan sus discursos; diálogos cómo grabados en vinilo que saltan abruptamente de surco y avanzan, repiten o retroceden sin cuidado por lo que dicen o como habiendo sopesado mucho antes la situación y las palabras, en otro disco, inhallable, con voces precisas y firmes; diálogos mucho más densos que entre gente drogada, diría más bien, entre gente intoxicada. Para sorpresa de algunos compatriotas, puede sobreponerse a Borges y a Canetti, ¡al mismo tiempo! y continuar narrando sin problemas. Agrada su habilidad para hacer de la literatura un mecano que desmonta y vuelve a recrear. Impresiona tanto su estilo, (más seco que un trago de Salinger & Carver, más lúcido que muchos norteamericanos juntos y tan espeso como cualquier latino), lo que espanta de sus páginas es la enorme objetividad y desaprensión que alcanzan.
2666, sin embargo me parece tributaria más de una pasión cinematográfica (más aún que Los Detectives Salvajes), que de una pasión literaria. Más tributaria de David Lynch que de Proust, un pulp intelectual a cargo de Tarantino y Robert Rodríguez más que el horror examinado por Pynchon. Un guión corregido por Sam Shepard después de un largo año de excesos.
Los crímenes de Santa Teresa, (Ciudad Juárez), son el telón de fondo de una sutil trama literaria que va descubriendo vida y obra del indolente Benno von Archimboldi. Obra abierta a múltiples finales, dónde el final se revela perturbadoramente sin importancia, narrando las fronteras del capitalismo, ahora sí, definitivamente salvaje; su mar de horrores dónde descansa el mito del hombre contemporáneo cobijado en la apatía, paseando distraídamente su abulia por una galería de cuadros atroces. Pero esto no quiere decir nada ante el encanto a veces un poco difícil de este libro. Que quede claro, no es un libro anticapitalista, solo narra una de sus crueles aristas.
¿Qué cuál es la parte del libro que más me gusta? De un libro tan extenso resulta inapropiado extraer unas cuantas líneas que justifiquen gusto y admiración, puedo señalar como una de los tantas escenas memorables que tiene aquella en la que Archimboldi, pretende alquilar una máquina de escribir para terminar su primer libro y quién se la alquila le confiesa que ha sido escritor, un escritor que abandonó la literatura porque se dio cuenta que nunca va a lograr escribir una obra maestra: “Antes de que Archimboldi se despidiera de él, después de beber una taza de té, el hombre que le alquiló la máquina de escribir le dijo: -Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla.”
Para los amantes de la experiencia por sobre la tarea, el libro da testimonios desgarradores, cada tanto se lee el pedido de más tiempo en alguno de los personajes que componen la vasta trama. Literalmente Bolaño, terminó de escribir 2666 con el hígado en la mano en una carrera final contra la muerte, quiso asegurar el futuro económico de sus descendientes, que no heredaran el infortunio de su familia, le pidió a sus hijos que no sigan el oficio de escritor, es ingrato, les dijo y luego, también a él le parpadeó una luz al borde de la pantalla como una estrella distante.